Su representación de Jesús no es ya la típica figura barbada de tradición bizantina, sino la efigie de un dios olímpico o de un rey helenístico, más cercana a Alejandro Magno que a un carpintero judío, con una complexión más atlética que la que cabría esperar del místico asceta cristiano. Otro es la figura de pie de la Venus Anadiomene (1848), de aire botticelliano, de la que realizó varias versiones, y que posteriormente transformó en una joven con un cántaro de agua, La fuente (1856). Otras obras son más personales, como La gran odalisca (1814), que recuerda el manierismo de la Escuela de Fontainebleau, y que inició su afición por el orientalismo, por las figuras y ambientes exóticos.